La reseca es ese estado que todos podemos pronosticar pero que casi nunca conseguimos evitar. Según los autores de una investigación realizada en la Universidad de Boston, entre un 25% y un 30% de la población es inmune a ellas, “población resistente” la llaman los científicos. El resto, no tiene esa suerte.
Seguramente le serán más familiares los síntomas clásicos que describen los expertos. Veamos, un dolor de cabeza punzante, náuseas, cansancio, sed y mareo. Si la resaca es grave, el sujeto estará sudoroso, sus manos estarán temblorosas y su pulso cardíaco, acelerado.
A todos estos síntomas físicos en algunos casos suelen añadirse otros tormentos espirituales,sentimientos de culpa y vergüenza (casi siempre al mirar los mensajes enviados),depresión profunda ante cualquier nimio acontecimiento adverso y la determinación (casi siempre flexible y pasajera) de que esta vez será la última.
Según los manuales sobre el asunto (que los hay), la resaca comienza unas horas después de dejar de beber. Las indiscutibles ventajas del alcohol (encanto social, facilidad para entablar conversaciones interesantes de cualquier tema y con cualquier persona disponible o habilidad inesperada para hablar con fluidez casi todas las lenguas) pasan factura. El alcohol nos deshidrata e incrementa la cantidad de orina que produce el organismo. Se estima que cuatro copas nos hacen producir más de un litro de orina en pocas horas. Además, el estómago se irrita, genera más sustancias ácidas y se genera acidez estomacal.
Por otra parte, el alcohol altera los ritmos circadianos, y aunque caigamos en la cama como piedras es muy probable que al poco tiempo nos hayamos despertado y estemos vagando por la casa con una sensación cercana al jet lag. Como si fuera poco, los excesos de alcohol reducen los niveles de azúcar en sangre y te hacen sentir hambriento, débil y enfermo.
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